Cierro los ojos.
Siento la conciencia, la presencia, de la luz que toca mi piel.
Siento la conciencia la presencia, de la tierra bajo mis pies y mi cuerpo.
Siento la conciencia la presencia, del océano cuyas olas rompen en la orilla.
Siento la conciencia la presencia, de los pájaros cuyo canto escucho.
Siento la conciencia la presencia, del aire que respiro y noto esa presencia y conciencia entrar en mi cuerpo.
Siento la conciencia la presencia, de todas mis células.
Mi cuerpo se abre y se expande. Desaparecen sus límites.
Todo es un mar de Vida.
Todo es una red de Vida, en constante, fluctuante y armonioso movimiento.
No tengo límites. Formo parte de ese mar, de esa red.
No estoy dentro de mi cabeza. No hay cabeza. No hay voz dentro de la cabeza.
Energía vibrante y expansiva, armoniosa y fluctuante.
Eso es lo que soy.
Abro los ojos.
Veo la gente. Siento otra vez los límites de mi cuerpo.
Pero siento, profundamente, la conexión con la luz, la tierra, el océano, los pájaros, el aire, la gente que me rodea, y con mi propio cuerpo.
No puedo si no amar intensamente todo aquello con lo que siento esa conexión.
Profundamente enraizada en el amor, la paz y la vida.
El sufrimiento, el aislamiento, la soledad de vivir aislados dentro de nuestras cabezas, separados del resto, separados del mundo, incomprendidos, solos, es el peor destino del ser humano.
Y ese destino es un engaño, un espejismo, un juego de espejos.
Como la brizna de hierba, como el tallo de lo que será flor, se abre con esfuerzo paso entre los terrones de tierra, el ser humano se abre paso y se asomo a una realidad mucho más luminosa y espaciosa de lo que nunca había imaginado.
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