“¿Es que no lo ves? ¿Cómo puedes decir eso? ¿No ves que yo tengo razón y tú estás en el error?” Este podría ser el resumen de la mayoría de nuestras diferencias y conflictos, con la pareja, con los hijos, con los amigos… en política, en religión, en la empresa, en el trabajo, en la familia… Porque cuando nos cegamos en nuestra razón, no nos damos cuenta de algo importante: que nosotros tampoco vemos, algo que aprendimos a lo largo de nuestro ciclo vital, en el que poco a poco pasamos de ver a no ver.
  Cuando somos niños aprendemos a interpretar el mundo y a nosotros mismos con lo que nos enseñan y transmiten. Admiramos a nuestros padres y profesores, nos dejamos influir por ellos, nuestro cerebro es plástico, y aprendemos. Y aprendemos, además, a una gran velocidad. Poco a poco, nuestro cerebro se va haciendo más rígido, menos plástico. Cada vez nos cuesta más aprender. El adolescente ya no admira ni a padres ni a profesores, necesita hacer el camino de identificarse con sus iguales, con su grupo de pares (de jóvenes de su misma edad), y se hace flexible con ellos, se deja influir por sus iguales, pero rechaza la influencia que viene de otros grupos de edad, de los mayores y, especialmente, de sus padres. El adolescente, además, cree que lo sabe todo, que son sus viejos los que claramente están equivocados. Nunca he sido tan sabio como en mi adolescencia, es una frase que dijo alguna vez alguien (no recuerdo quién), que puede resumir perfectamente esta actitud. 
  La vida continúa. Acabamos nuestra formación, empezamos a trabajar y quizá entremos de pleno en la Rueda de la Vida: quizá aceptamos todos los rituales de paso, casándonos y teniendo hijos… Ahora somos personas adultas, en la treintena, con pareja, casa, niños a los que estamos criando… pagamos la luz, el agua, el teléfono, hacemos inversiones, pagamos el alquiler o la hipoteca, buscamos los colegios adecuados para nuestros hijos, conducimos un coche, tenemos tarjetas y cuenta en el banco, tomamos decisiones. Ahí es cuando nos damos cuenta de que en la adolescencia no sabíamos nada, sonreímos con benevolencia al pensar en nuestro pasado, y pensamos que es ahora cuando sabemos de verdad. Desarrollamos una arrogancia y orgullo muy especial. “Ahora yo sé. Soy una persona adulta. Estoy tomando decisiones y resolviendo mi vida.” Seguimos separándonos de lo que nuestros padres hicieron y seguimos escuchando a los amigos y amigas del mismo grupo de edad, que viven experiencias similares y que también saben. (Este hacer las cosas de forma distinta que nuestros mayores es, además, una de las claves de la evolución. Si no fuera así, aún seguiríamos haciendo las cosas de la misma manera que nuestro “mayores” de la Prehistoria).
  Y entonces, nos acercamos a la cuarentena. Nuestros hijos han ido creciendo y nos están planteando problemas que no sabemos cómo solucionar. Algunos padres ven cómo sus hijos  no estudian, o responden con mala educación, sin lograr que adquieran hábitos saludables ni disciplina. Se quejan de que se pasan el día enganchados a las maquinitas, que ellos mismos les regalaron. Se quejan de tenerles que repetir las mismas cosas mil veces. Cuando llegan a la preadolescencia, aquel niño angelical da un portazo lleno de rabia que hace saltar la escayola de la pared. A nuestro grupo de iguales, nuestros amigos ya también en la cuarentena, les pasa parecido. Quizá no a todos, desde luego, pero sí a unos cuantos, en los que nos fijamos. Reflexionamos y vemos que nuestros padres no tuvieron con sus hijos problemas tan graves o, al menos, no nos dimos cuenta. Conocemos otros padres a los que no les ocurre eso y entonces pensamos que han tenido suerte. En general, achacaremos nuestros problemas a la mala suerte, a la mala fortuna en la lotería genética, seguiremos pensando que lo estamos haciendo bien. “¿O no? ¿Me he equivocado en algo? ¡Noooooo! Es la sociedad. Es la televisión. El origen de mi problema está ahí fuera”. 
  Entonces vemos que quizá hay también más cosas que se están resquebrajando en nuestra vida. Nos hemos ido distanciando de nuestra pareja, ya casi no hay romanticismo, ni pasión, ni cariño, tampoco respeto ni admiración. Cada uno llevamos nuestra vida con libertad. Somos una pareja moderna. “Es verdad que a veces discutimos por los niños… Si no tuviéramos niños seríamos muy felices. ¡Qué felices son las parejas que no tienen hijos! ¡Qué a gusto que viven!” O la otra queja: Si me volviera a enamorar otra vez, echo de menos esa emoción, esa pasión. Este tipo de vida que llevo es un asco. Esto no es vivir”. Y entonces empezamos a pensar que eso es así siempre, que todas las parejas se distancian. Incluso aunque no se separen. El amor dura unos años y muere. Sólo perdura el amor a los hijos. 
  ¿Son verdad estas afirmaciones? ¿Son generalizaciones a partir de experiencias particulares? Lo que nos dicen las estadísticas es que muchas parejas fracasan pero, desde luego, no todas. Es verdad que no todas las parejas que siguen juntas están felices, pero la mayoría de las parejas que funcionan mal terminan separándose. Hay parejas que funcionan, y que funcionan muy bien, que envejecen juntas y que se aman hasta el final, cada día más. Las cifras nos dicen que en EE.UU. pasados cuarenta años, el 67 % de las parejas que se casan se habrán divorciado. La mitad de estos divorcios habrán tenido lugar en los primeros siete años. Parece que la probabilidad de fracaso de las segundas parejas es todavía mayor, a pesar de que hay un dicho popular que afirma: la primera sirvienta, la segunda reina. En España dos de cada tres matrimonios acaban en divorcio. Los estudios demuestran que dos momentos críticos en la vida de una pareja suelen ser los primeros siete años, y luego otra vez a los 14-15 años de casados. 
  Así que, echando cuentas, más o menos en la temida cuarentena puede ser probable que se produzca una importante crisis en la vida. Muchas parejas se enfrentan con la separación, lo que significa mucho sufrimiento, el presente y el acumulado durante años de una mala convivencia. Los hijos, a los que se quiere tanto y que se tuvieron con tanta ilusión, sufren igualmente, y su educación, es muy probable que no esté resultando tan fácil como habíamos pensado. El trabajo puede que vaya bien… o puede que no. Puede, también, que con la crisis social y económica, la persona se encuentre en el paro, justamente en esa edad tan crítica. La salud, con tantos problemas, se resiente. Uno mismo o alguno de nuestros amigos puede sufrir problemas menores o mayores de salud. Hipertensión, colesterol, infartos, tumores… La tasa de mortalidad empieza a aumentar. Un chiste dice: Si a partir de los 40 años te despiertas y no te duele nada, tómate el pulso porque puedes estar muerto. (Afirmación que, dicho sea de paso, llevo comprobando más de una década que, al menos en mi caso, no es cierta). 
  Si la esperanza de vida es, en España, de 81 años, a los 40 estamos en la mitad de nuestra existencia. Mucha gente, de alguna manera, se plantea cómo es su vida. De la mitad vivida, de esos 40 años, algo más de los primeros 20 se han pasado entre infancia y estudios, “preparándonos para la vida”. Todavía quedan algo más de 20 años de trabajo. Y la persona que está en ese gozne se puede preguntar, ¿es esta la vida que quiero vivir? Porque luego viene la jubilación, la vejez, la retirada, la enfermedad, la muerte. Y entra pánico. Y no se quiere pensar en eso. No se quiere pensar en aquello que con toda seguridad vamos a vivir. Lo hacemos a un lado y seguimos adelante. O pensamos que es mejor cambiar de vida, de pareja o de trabajo. Para obtener, muy probablemente, los mismos resultados, porque no nos dimos cuenta de que si no cambiábamos nosotros, nada cambiaba. 
  ¿Qué he hecho con mi vida hasta ahora? ¿Soy feliz? Y si no soy feliz, ¿tomé las decisiones adecuadas? ¿O tomé las decisiones externas adecuadas, pero no me cuidé de tomar la decisión de cuidarme y cultivarme por dentro? Atendiendo a las estadísticas parece que mucha gente no es feliz. Matrimonios fracasados (dos de cada tres), hijos con problemas, trabajo quizá no del todo satisfactorio… Y ahí la persona puede optar por dos planteamientos: 1) preguntarse ¿En qué me he equivocado? ¿Qué puedo aprender de estas experiencias?; o, 2) Claramente, la vida es injusta, mi pareja es injusta, he tenido mala suerte con mis hijos. Yo lo he hecho bien. Ha sido la mala suerte y las otras personas las que me están causando todo este sufrimiento. Los que optan por el primer planteamiento, los que se preguntan, buscan, leen o, quizá, acudan a un psicólogo o se trabajen interiormente de alguna forma. Los que optan por la segunda opción se llenan de amargura y resentimiento, es una opción que hace perder el control, porque no hay nada que aprender, no hay nada que uno pueda hacer para cambiar la vida, el destino o el futuro. 
  Cuando afirmamos que la vida es injusta, indicamos que seguimos pensando que tenemos razón, que estamos en lo cierto, que los demás están claramente equivocados. Incluso en la esfera social, es frecuente afirmar que nuestra cultura es la mejor, que no se vive en ningún lugar como en nuestro país (lo cual, literalmente, es cierto para cualquier sitio), que nuestra religión o nuestra creencia es la verdadera. 
  Cada uno de los 7.000 millones de habitantes del planeta pensamos que estamos en lo cierto, estamos convencidos de que hacemos las cosas de la mejor forma, de la correcta. Si no fuera así, estaríamos haciendo las cosas de otra forma. Y cuando pensamos que no lo hacemos correctamente, entonces es porque hemos decidido que no podemos cambiar (porque es una adicción muy fuerte, porque le quiero, porque yo soy así, porque es mi genética, porque nadie cambia…), o que nuestras prioridades son otras. Por ejemplo, yo reconozco que mi despacho está siempre “algo” desordenado. Sin embargo, aunque yo reconozco que mi despacho podría estar mejor ordenado, mi prioridad, claramente, no es esa. Si tengo una hora libre, prefiero estudiar, leer, o escribir, que ponerme a limpiar y ordenar. De hecho, mientras escribo esto, al lado del ordenador tengo la funda de las gafas que llevo puestas, abierta; otra funda también abierta, con otras gafas dentro; la agenda, el iPad, el reloj de pulsera que me he quitado porque me molestaba, y un bolígrafo que usé hace un momento y no he vuelto a poner en su bote. Así que simplemente, mantengo un orden “básico”, como me dijo un día uno de mis clientes: “mantener el suficiente orden para que te sea cómodo vivir, pero no tanto como para ser esclavo del orden”. Está claro que yo creo tener razón. Me gustó esa frase y vivo con ella. Es más he encontrado esta otra, atribuida a Einstein, un poco más irónica: “Si un escritorio abarrotado es señal de una mente abarrotada, ¿De qué, entonces, es signo un escritorio vacío?”. De hecho, cuando se ve el despacho o el escritorio de un intelectual o de un científico, nunca estarán “ordenados”. Los libros se acumularán en las estanterías incluso en posición horizontal y en doble fila; la mesa llena de papeles, revistas científicas, documentos, esquemas, lápices y bolígrafos y en el medio un portátil. Si alguien me dice que soy desordenada, yo utilizo todos esos argumentos para defender mi punto de vista, mis prioridades. Seguiré pensando que, al menos para mí, mi orden de prioridades es el correcto.
  Así que somos 7.000 millones de personas en el planeta, todos pensando que tenemos razón. ¡No es de extrañar que haya conflictos y guerras! Y ahí podemos adoptar, también, dos posturas: 1) pensar: cómo es posible que no se den cuenta los otros 6.999 millones de personas que soy yo la que está en lo cierto, construyendo 6.999 millones de barreras que me separan del resto de seres humanos, que me separan del resto del mundo; o, 2) reconocer que quizá yo no esté en lo cierto en todo, que quizá mi punto de vista es, simplemente eso, un punto de vista, un fragmento de la realidad. 
  Y es ahí, cuando el sufrimiento causado por los errores nos golpea, una y otra vez, justo en ese punto crítico en que el suelo se abre bajo nuestros pies y observamos con terror debajo de nosotros el abismo de la incertidumbre, pensamos que nos hemos podido equivocar, descubrimos otras opciones que no habíamos visto, aceptamos que la posición que habíamos mantenido no era, quizá, la correcta. Y es entonces cuando empiezan a ocurrir en nuestra vida y en nuestro cerebro cosas realmente interesantes. Al abrir nuestra mente a otras posibilidades, como el objetivo de una cámara que abrimos para captar mejor la escasa luz, nuestro cerebro empieza a ser plástico, flexible, otra vez, y empieza a poder cambiar y aprender. El cerebro siempre puede aprender, siempre puede generar nuevas neuronas… 
  Pero esto tan interesante, la apertura mental, vamos a tratarlo en otra entrada. En la próxima. 
  ¿He sido muy pesimista? Sólo observo qué veo en mi consulta y qué muestran las estadísticas. Pero lo que también observo y veo y compruebo constantemente es que el cambio es posible, que es posible vivir una vida plena y feliz. 
  Ahora, voy a recoger las fundas de mis gafas, mi reloj y mi bolígrafo. Voy a guardar el iPad en su funda y a cerrar el ordenador. Hasta nuestra próxima cita. 
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