Cuando yo era pequeña había en la casa familiar paterna un retrato de mis bisabuelos que presidía el pequeño salón. La única habitación caliente de toda la casa disfrutaba del calor que le daba un sistema de calefacción heredado de los romanos que consistía en una cámara de aire caliente alimentado por fuego que ardía muy lentamente, y era alimentado con la paja tan abundante en Castilla. Si hoy creen que han inventado los biocombustibles, es que no se han calentado con algo tan simple como la paja. Le llamaban ‘glorieta’, ‘gloria’ en otras provincias, porque en invierno, en esa habitación, parecía uno estar en la “gloria”. Los mayores siempre me decían que mi bisabuela, cuando se hizo esa foto, estaba ciega porque estaba embarazada. 
     Años antes de hacerse esa foto había sido joven y había estado enamorada. Su novio —cuyo nombre desconozco pero al que vamos a llamar Carlos, para facilitar la historia,— era de un pueblo vecino y pertenecía a una familia más adinerada que la de ella por lo que sus padres le obligaron a casarse con otra joven más pudiente. Se seguían viendo de vez en cuando, en un camino por el que ella pasaba para ir a trabajar al campo. Un tiempo después, la desgracia —molesta vecina que visitaba con frecuencia los hogares de la España de entonces—, había llamado a la casa de mi bisabuela reclamando la vida de su hermana mayor, que dejó dos niñas huérfanas. Un tiempo después de esta muerte los padres, mis tatarabuelos, le dijeron que debía casarse con su cuñado, razonando que las huérfanas, sus sobrinas, estarían mejor con ella que con una mujer extraña. No había nada que discutir ni que hablar, entonces se obedecía y punto. Ella aceptó su destino y le dijo a Carlos que no saliera más al camino a encontrarse con ella, que no quería que la comprometiera, que ella también se iba a casar. Carlos, desesperado y desesperanzado, se suicidó, ahorcándose en un pozo. Se casó sin ningún amor, pero como su cuñado y esposo era un buen hombre, con el tiempo se cogieron cariño. Supongo que llevaría la pena de su primer amor en su corazón, y que cada vez que se quedaba embarazada, perdía la vista. Puede que hubiera razones médicas que explicaran lo que le ocurría, pero carecen de romanticismo, así que me aferro a la idea que siempre tuve de que era una ceguera causada, al menos en parte, por motivos emocionales. Ya octogenaria se fue a vivir con una de sus hijas, mi abuela, y crió y cuidó a más de cien conejos durante unos diez años, recogía hierba fresca para sus animales todos los días, limpiaba las jaulas y los mantenía cómodos, limpios y bien alimentados. Sus animales nunca enfermaron y este negocio les ayudó a sobrevivir. Dejó este trabajo a los 92 años. 
     Mi abuela materna se quedó viuda con ocho hijos, a los pocos días una riada se llevó su casa y se encontró sin techo. Se las arregló para encontrar un hogar para sus hijos, los mantuvo a todos unidos, pidió prestadas unas tierras a un familiar, que tenía abandonadas, y con el trabajo de esas tierras vivieron. Siempre la recordaré con su pelo perfectamente arreglado y sus labios perfectamente bien pintados. 
     Mi madre vivió la guerra civil que empezó cuando ella tenía sólo tres años. Nunca la he visto deprimida. Cuando la vida se ponía dura, como cuando se arruinaron en la anterior crisis que azotó este país, seguía cantando, decía que si por llorar se le solucionaran los problemas, se habría puesto a llorar detrás de las puertas durante meses. Pero como eso no iba a ser así no tenía ninguna intención de hundirse. 
     Mi padre tuvo que salir de casa para buscar trabajo cuando tenía nueve años. La familia enormemente pobre, apenas podía mantenerle, ni a él ni a sus hermanos. Eran años de hambre y terrible miseria y pobreza. Aprendió a nadar solo, con otros chavales, en el mar Cantábrico. Ni piscinas ni profesores de natación, ni escuelas, ni merienda al llegar a casa después de las clases. En las horas de descanso que le dejaba su trabajo la gente mayor o los turistas tiraban monedas al puerto para que ellos las recogieran buceando, o si se les había caído algo, ellos lo recogían y se ganaban así unas “perras”. Daba igual que fuera invierno, se lanzaban a las heladas aguas para ganar ese dinerillo que tan bien les venía. Ya anciano, cuando estaba en el hospital, meses antes de su muerte, con una pierna amputada y gravemente enfermo, cuando entraba el personal sanitario o las visitas y le preguntaban cómo estaba, siempre respondía “¿Yo?, ¡muy bien!”
     Ya adulta, conociendo la dura historia de mi bisabuela, de mis abuelos, y de mis propios padres, pensé que, aquéllos, eran malos tiempos para la felicidad y que, sin embargo, habían sabido ser personas alegres y felices.  ¿De qué material estaban hechos? ¿Qué pensaban, qué sentido le daban a todo aquello? ¿Qué hace que ahora nos hundamos, deprimidos, ansiosos, temerosos, llenos de fobias, de rencores, de resentimientos, de rabia, y de traumas habiendo disfrutado vidas en las que los dolores o dificultades sufridas apenas son una décima parte de lo que nuestros padres o abuelos vivieron? 
     La Psicología también se ha formulado estas preguntas. Se ha puesto de moda un término que es Resiliencia. Según el DRAE la Resiliencia es la “capacidad humana de asumir, con flexibilidad, situaciones límite y sobreponerse a ellas.” En su origen la resiliencia hace referencia a la capacidad de los materiales de resistir a los golpes. La resiliencia supone, no sólo que la persona se sobrepone a esas dificultades, traumas, o situaciones límite, sino que sale fortalecida de ellas. La resiliencia se pone a prueba en situaciones de prolongado estrés, en la pérdida inesperada de un ser querido, el maltrato físico o emocional, el abandono de un ser amado, el fracaso, las catástrofes naturales y las pobrezas extremas. 
     Aunque otros psicólogos habían hecho referencia a la resiliencia desde los años 40 —entre ellos John Bowlby en sus escritos de Apego—, es Boris Cyrulnik, neurocientífico y psiquiatra francés, quien ha desarrollado este término y ha dedicado varios libros a la Resiliencia como: Los Patitos Feos, El Murmullo de los Fantasmas o El Amor que nos Cura. Boris Cyrulnik es, él mismo, un ejemplo de Resiliencia. Nacido en una familia judía en el año 1937 cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, tenía sólo tres años. Sus padres lo confiaron a una pensión para evitar que lo detuvieran los alemanes. De ahí pasó a la Asistencia Pública francesa, lo adoptó una mujer que lo escondió en su casa, durante una redada fue llevado a una sinagoga con muchos otros judíos en Burdeos, pero logró esconderse y escapar con ayuda de una enfermera que lo ocultó en una camioneta, luego trabajó en una granja con nombre falso y tras la guerra, en la que habían muerto sus dos padres, fue recogido por una tía en París. Estas experiencias tan duras y traumáticas, vividas en una etapa tan temprana de su vida, de los tres a los siete años, le llevó a convertirse en Psiquiatra y a estudiar la resiliencia en los supervivientes de campos de concentración, en los niños de los orfanatos rumanos y en los niños de las calles bolivianas. 
     ¿Qué hace que una persona tenga más resiliencia, más resistencia, más flexibilidad y aguante que otra? La Dra. Suzanne Kobasa, de la Universidad de Nueva York, habla de tres rasgos psicológicos que denomina desafío, control y compromiso
     La persona con resiliencia ve la dificultad como un desafío que podrán superar si lo entiende adecuadamente. Al ver las dificultades como un desafío y una oportunidad se acerca a ellas de forma positiva. Ve las dificultades, no como piedras que bloquean el camino, sino como piedras en las que pueden apoyarse para subir, o que puede escalar, si son muy grandes. Esta actitud contrasta con la visión más común en que las dificultades se ven como infortunios que hay que intentar evitar y en las que se juzga las cosas y personas de una forma muy simple: si me hace sentir bien, si es fácil, si lo puedo hacer, es bueno; si me hace sentir mal, si es difícil, si me cuesta hacerlo, es malo. 
     Las personas con resiliencia tienden a aceptar los desafíos y trabajar para superarlos, incluso aunque el dominio total del desafío sea imposible, porque la situación sea imposible de controlar, trabajan para encontrar qué posibilidades tienen. Si pierden su empleo, lo que es algo que puede estar fuera de tu control, encuentran su control personal buscando nuevas opciones de trabajo, sin caer en la depresión. Si se enfrentan con la pérdida de su pareja, por muerte o ruptura, enfrentan el proceso de duelo y cuando se sienten mejor empiezan a explorar la posibilidad de desarrollar otras facetas de su personalidad inexploradas hasta ese momento.
     En general, las personas con Resiliencia tienen un compromiso activo con la vida, sienten que su vida tiene un propósito, un objetivo, y ese objetivo les motiva a continuar trabajando incluso en los momentos en que parecen no obtener ningún resultado. Encuentran significado en lo que hacen y en lo que les ocurre, porque se han comprometido para encontrar ese significado, tomando una actitud activa que se centra en la solución y no en el problema. Una persona que no tenga un propósito, un objetivo en su vida, sin motivación y sin compromiso, no podrá mostrar resiliencia ante las dificultades. 
     El Dr. Aaron Antonovsky ha estudiado a los supervivientes del Holocausto y habla de tres rasgos de la Resiliencia: Conprehensión, Manejabilidad y Significado, resumiendo estos tres rasgos en un Sentido de Coherencia. Así la persona resiliente cree que su situación tiene un significado con el que se puede comprometer, que puede controlar su vida y que puede comprender su situación, porque es una situación básicamente comprehensible, aunque parezca caótica y fuera de control. 
     Durante años se pensó que había gente que, de forma natural, desplegaba entusiasmo y energía y era más feliz, más positiva y más resistente y resiliente que otras personas que tenían la mala fortuna de haber nacido con el paquete genético depresivo, débil y triste. Pero Richard Davidson y Jon Kabat-Zinn descubrieron que el entrenamiento en Mindfulness cambiaba esta tendencia establecida por la herencia. El Dr. Davidson utilizó la IRMf (Imagen por Resonancia Magnética funcional) para observar la actividad eléctrica del cerebro en personas felices y no felices. Cuando las personas sienten rabia, ansiedad o depresión, la Corteza Prefrontal derecha está más activa que la izquierda. Y cuando la persona siente un estado de ánimo positivo, con alegría, entusiasmo o energía, es la Corteza Prefrontal izquierda la que brilla con mayor actividad. El ratio de actividad de las dos zonas se convirtió en un índice, en un termostato, del estado de ánimo, si viraba a la izquierda, tenías más probabilidad de sentirte contento, feliz y con energía. Se activaba el sistema de aproximación a las situaciones, incluso las difíciles. Si viraba a la derecha te sentirías más pesimista, abatido, con menos energía y entusiasmo. Se activaba el sistema de evitación de situaciones y dificultades. Davidson y Kabat-Zinn decidieron probar qué ocurría con este termostato del estado de ánimo con la práctica del Mindfulness
. Enseñaron Mindfulness a un grupo durante ocho semanas. Los cambios fueron profundos, no sólo estaban más felices, menos ansiosos, con más energía e implicación en el trabajo, sino que el termostato de activación había cambiado a la izquierda, se había activado el sistema de aproximación a las dificultades y situaciones. Incluso cuando les expusieron a recuerdos de su pasado, que les hacía sentir tristes, no intentaban luchar contra esta tristeza sino que la veían como algo que podía ser explorado y a la que podían acercarse. Este estudio indica que la práctica de mindfulness cambia el cerebro de forma positiva, si mantienes su práctica te sentirás más feliz, menos triste, con más calma y serenidad en lugar de rabia o irritabilidad, con energía, en lugar de cansancio y agotamiento. Esta mayor activación con la práctica del Mindfulness de la Corteza Prefrontal izquierda, del sistema de aproximación, es lo que podría explicar que las personas que son perseverantes en esta práctica desarrollen más resiliencia. 
     No cabe duda de que estos tiempos son difíciles, yo no diría duros, después de los ejemplos que he puesto, pero bien podría ocurrir que de tiempos difíciles pasemos a tiempos realmente duros.  Vamos a tener que desarrollar habilidades que no habíamos utilizado hasta ahora y que creíamos que nunca íbamos a tener que utilizar. ¿Malos tiempos para la felicidad? En absoluto. Buenos tiempos para empezar a desarrollar la resiliencia. Deja por un momento al margen las acusaciones a los políticos y economistas por el caos que estamos viviendo, por muy justas que sean, y plantéate algunas preguntas que sólo te afectan a ti: ¿Cómo me está afectando la situación global en mi vida privada? ¿Qué puedo aprender de esta experiencia? ¿Qué opciones tengo delante de mí? ¿Qué esfuerzos o cualidades tendré que desarrollar? Cuando todo me iba bien, ¿Cómo ha sido mi actitud? ¿He sido una persona generosa, humilde, he previsto las dificultades o he gastado excesivamente, he sido egoísta y arrogante? Las culpas que echo a los políticos, en mi pequeño mundo, ¿Son también mías? ¿Me he aprovechado de beneficios que realmente no me hacían falta? ¿He pedido favores para mi beneficio sabiendo que no era justo? ¿Qué creo que debería aprender y cambiar?
     Si nos hacemos todas estas preguntas, si somos sinceros con nosotros mismos, si superamos miedos y limitaciones mentales, en este camino, ahora algo más empinado, podemos aprender a ser mejores personas, más humildes, más honestas, más empáticas. El ideograma chino de Crisis engloba dos conceptos, “oportunidad” y “peligro”, porque en el corazón de toda crisis hay un peligro pero también una oportunidad. A nivel global parece que nos precipitamos al peligro, sin remedio alguno, ¿Vamos a hacer lo mismo a nivel personal o seremos capaces de dar el salto a la oportunidad y al crecimiento?
 
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